viernes, 4 de noviembre de 2016

20 horas de espera

[Lo que pasaba por mi mente mientras esperaba el tren
para ir a Calcuta que venía con 20 horas de retraso]
 
 
Después de toda una noche y medio día esperando en la salita de la “upper class”, decidí salir al  andén.  Agarré mis dos mochilotas y me fui a la oficina a preguntar por mi tren, al que le quedaba  aún 1 hora para llegar (si es que no más). Pero ya estaba aburrida de las paredes color crema y el parlante que no paraba  de anunciar un tren de chocolate en el andén 1. Así que me compré un heladito y me senté a esperar ahí en el suelo del andén, entremedio de todas las gentes que sentadas, paradas o acostadas hacen lo mismo, esperan.
No pasaron ni 5 minutos y ya tenía dos curiosos mirándome fijamente sonrientes, les dije hola y siguieron su camino… Y me puse a pensar, en la comodidad de la salita de espera nadie mira a nadie, nadie sonríe, nadie habla, nadie nada. Y que triste que ese sea el precio de la comodidad, la distancia, la indiferencia.
Por eso me gusta más el populacho, porque te miran, te hablan y acá hasta te tocan. Y no es la invasión del espacio personal lo que me gusta, sino el contacto, el intercambio de miradas, la sonrisa a flor de piel, la sinceridad en los ojos, la disponibilidad a la conversa, la simpleza. Esa belleza que en las situaciones feas brilla más.
 
Es cierto, en la salita de la “upper class” hay sillones, hay (bendito) aire acondicionado, hay baños limpios y cómodos, incluso hay tele. Pero en el andén, en el andén hay vida. Y quizás sea por eso que me ha gustado tanto India, porque con todos sus peros, con su pobreza apabullante, está viva.